miércoles, 18 de noviembre de 2015

DAR LA VIDA ES UN BLOG QUE TIENE LA FINALIDAD DE COMPARTIR REFLEXIONES DE LA VIDA, DE AMOR, REFLEXIONES COTIDIANAS, COMPARTIR IDEAS Y ARTÍCULOS QUE CIRCULAN POR EL MUNDO CIBERNETICO.

LA ORACION

El hombre, consciente de su finitud y contingencia, percibe en su interior un hambre de eternidad que no encuentra satisfacción en nada contingente. Cuanto puebla la tierra le resulta insuficiente y es que en el fondo, sólo lo eterno e ilimitado puede saciar sus anhelos profundos. Es por ello que el hombre lanza, desde la experiencia fondal de su mismidad, una voz a lo alto en búsqueda de respuestas. En esto tal vez podamos encontrar un fundamento antropológico para la oración, la necesidad irrenunciable del hombre por responder a sus cuestionamientos vitales, la urgencia por respuestas absolutas y definitivas, la angustia por iluminar el camino y la propia identidad con la luz de la Verdad. Esta necesidad existencial del hombre por la oración es reflejo de su profundo hambre de Dios, de apertura al encuentro, de su misterio llamado a vivir para el Amor.
La oración es diálogo íntimo en un encuentro personal con Dios, en que el hombre se abre a la gracia y se deja configurar con el Hijo de María, permitiendo que la acción del Espíritu fructifique de manera fecunda y abundante.
SI CONOCIERAS EL DON DE DIOS
Jesús, descansando al lado de un pozo, le dice a una mujer samaritana: "Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame debe, tú le habrías pedido a él y él te habría dado agua viva" (Jn 4, 10), a lo que ella termina respondiendo: "Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla" (Jn 4, 15). Esta respuesta revela en la samaritana una comprensión incipiente, no sólo del don de Dios, sino de ella misma. La pobre mujer insatisfecha no comprende en toda su hondura la sed que le abrasa el corazón, no llega a entender que su sed es de eternidad. Con frecuencia nos sucede algo parecido pues nos acercamos al Señor buscando saciar nuestra sed más inmediata, algo que alivie nuestra soledad o tristeza, cure nuestras heridas, ilumine nuestras dudas más elementales o simplemente nos ofrezca una razón por la cual vivir y no percibimos que el Señor nos conduce más allá de nuestra propia búsqueda. Haciendo una analogía podríamos decir que mientras nuestras expectativas se reducen a un pequeño grano de arena, el Señor nos ofrece toda la arena de los océanos del mundo.
La oración nos devuelve sobre lo esencial. Por encima de ideales horizontales o expectativas meramente humanas, por encima de los afanes o proyectos parciales, la oración nos sitúa sobre aquello que constituye el horizonte último de nuestra felicidad. En el diálogo y el encuentro con el Señor nuestros ojos son iluminados y puestos en la cumbre de nuestra vocación a vivir de la vida de Dios, participando de la comunión trinitaria por toda la eternidad.
PERMANECED EN MÍ
Nos dice Jesus: "Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése de mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5). Tal vez esta sea una clave para comprender el pasaje aleccionador de Marta y María (Lc 10, 38-42). En dicho pasaje Jesús llama la atención a Marta por estar preocupada y agitada por cosas, cuando sólo una es necesaria y alaba a María porque "ha elegido la parte buena, que no le será quitada" (Lc 10, 42). ¡Quién no quisiera optar por la parte buena, por esa porción mejor que nadie puede arrebatarnos! Y esa parte buena que el Señor señala es la cercanía a Él mismo, es el contacto con su intimidad, el estar en su presencia y a su lado, es permanecer en Él que es la vid verdadera. Es importante notar que el Señor reprocha dulcemente a Marta, no por su actitud de servicio ni por su laboriosidad, sino por el activismo (Lc 10, 40) que le hace perder el silencio y la reverencia necesarios para hacer de su servicio amable una entrega al Plan de Dios, gesto litúrgico transido de la dinámica oracional. El Señor nos enseña con toda sencillez que la oración, la cercanía a su corazón, es el fundamento de todo acto de servicio la piedra angular de todo apostolado.
Santa María reconcilia de manera paradigmática estos dos aspectos de la vida cristiana: la oración para el apostolado, vida y apostolado hechos oración. Es en las bodas de Caná (Jn 2, 1-5) que la Madre nos da una preciada lección pues con su actitud reverente y solícita a las necesidades humanas más inmediatas, permanece con la mirada y el corazón atentos a su Hijo, en diálogo tan profundo como enigmático, tan silencioso como elocuente. De esta manera supera la falsa oposición entre vida y oración, pues aún en la actividad más fecunda mantiene la escucha y contemplación de su Hijo.
EN ORACIÓN CON EL SEÑOR
Mirar al Hijo de María puede iluminar nuestra reflexión pues los pasajes evangélicos revelan los rasgos fundamentales de su oración. Un primer rasgo es su permanente referencia al Padre en una oración cargada de confianza y ternura filiales (Mt 11, 25; Mc 14, 36; Lc 22, 42). Su oración es, en el fondo, una reafirmación constante de su identidad más profunda como Hijo del Altísimo. Otro rasgo es el de ser obediente pues constantemente hace mención de su adhesión al Plan del Padre (Mt 26, 42; Jn 15, 10; Jn 18, 11). Es una oración constante ya que, además de su permanente apertura al Padre, busca momentos fuertes en medio del apostolado más intenso (Mt 14, 23; Mc 6, 46; Lc 9, 28). Sobre todo en el umbral mismo de su pasión en Getsemaní, el Señor no huye del Plan de su Padre sino que se adhiere a Él con mayor fuerza aún. Otra dimensión fundamental de su oración es la conciencia de misión, por ello acude a la soledad de la oración en los momentos cruciales de su apostolado. En la oración el Señor redescubre su misión y se renueva para superar las dificultades (Mc 1, 38; Lc 6, 46; Mc 14, 32-42) y nos muestra que la oración no es un episodio más de su vida o una mera actividad, sino una dimensión constante y esencial de su misión.
Tal vez estas dimensiones se vean reflejadas con especial claridad en dos pasajes importantes de la vida del Señor:
En medio de una febril actividad apostólica, predicando, curando enfermos, denunciando y realizando prodigios, el Señor Jesús hace un alto en medio de su labor y lleva a tres de sus discípulos más cercanos Juan, Santiago y Pedro a un monte (Mt 17, 1-8). Se aleja del bullicio de la gente y de la urgencia de la predicación en búsqueda del silencio de las alturas para manifestar el resplandor de su divinidad a los discípulos. Con ello les regala un anticipo de la gloria eterna a la que están invitados y es tal la impresión causada, que Pedro pareciera perder de vista la misión, la prédica, los demás compañeros y exclama admirado: Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas... Pedro no sabe lo que dice, sólo sabe que está impresionado por lo que ve y quisiera quedarse allí, contemplando la gloria de Dios. ¡Qué difícil imaginar esta experiencia de intimidad con el Maestro! En la oración nos adentramos en este misterio de gloria, en que el tiempo se eterniza y nuestros afanes más cotidianos son relativizados, se elevan nuestros anhelos y se redimensiona el sentido de todo cuanto hasta ahora hemos hecho.
La segunda experiencia de encuentro, que guarda analogía con la anterior, es la de Getsemaní (Mt 26, 36-46) en la que el Señor se experimenta triste hasta el punto de morir y abre su corazón -una vez más a Juan, Santiago y Pedro- pero esta vez muestra el rostro de su humanidad sufriente. Ya no es el resplandor divino del Hijo del Altísimo lo que se destaca, sino el abajamiento del Hijo de Mujer que experimenta sobre su corazón todo el pecado del mundo, toda la angustia de la humanidad. El Señor no quiere ocultarnos su pasión más bien, en ella Él se hace solidario con todo dolor humano, con todo sufrimiento físico, psíquico o espiritual y se hace vulnerable por nosotros. la fragilidad del Maestro debe ayudarnos a no temerle a no sentirnos incomprendidos, sino por el contrario a amarle y buscarlo en la oración, penetrar su misterio y desde Él lanzarnos a la plena conformación.

No olvidemos que nuestras expectativas y anhelos más profundos no pueden ser saciados con sucedáneos. San Juan nos cuenta en su Evangelio que en el día más solemne de la fiesta de los tabernáculos, el Señor Jesús se pone de pie y en medio de una multitud que acudía al templo, clama a voz en cuello: "Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7, 37-39). Hoy el Señor nos sigue llamando a acudir a Él en busca del agua fresca que nos sacia, de ese don de Dios que tanto anhelamos, nos invita a buscarle por la senda fecunda de la oración.

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